jueves, 26 de junio de 2014

El niño del agua

[El proyecto para Adictos a la Escritura de este mes consiste en reinterpretar un mito. En mi caso he elegido centrar el relato en la figura mitológica del kappa, una criatura del folclore japonés]



Yukio salió de la aldea al atardecer, con una mochila y un saco de dormir a la espalda. Una vez que las luces de las casas más apartadas quedaron atrás dejó el camino principal y, no sin cierta vacilación, emprendió el estrecho sendero que cruzaba el bosque en dirección al lago Heisei. Mientras se adentraba en la creciente penumbra del bosque se preguntó por enésima vez si se habría vuelto loco. No es que dudase de lo que sus ojos habían visto tan solo unos días atrás, durante la excursión escolar al lago, aunque nadie le hubiese creído cuando lo contó. Todos se habían burlado cuando habló de un ser de ojos saltones y largos cabellos de un verde parduzco que había descubierto entre las grandes rocas de la orilla oriental. Aunque solo fue una visión fugaz, seguida de un fuerte chapoteo que dejó grandes ondas en la superficie verdosa del agua, el intenso escalofrío de terror que le provocó aquel encuentro le había convencido más que cualquier otra cosa de que la experiencia había sido real. Estaba decidido a demostrar la veracidad de su historia y sólo lo conseguiría si lograba alguna prueba de la existencia de la criatura.

Cuando llegó al lugar donde había visto a aquel ser la última vez, el sol casi había desaparecido tras las montañas y apenas tuvo tiempo de montar su improvisado campamento antes de que todo quedase a oscuras. La superficie lisa e imperturbable del lago semejaba un espejo púrpura en el que se reflejaba el cielo del ocaso. No se oía nada más que canto de algún pájaro y el chirrido incesante de los grillos. El plan de Yukio era simple: había traído consigo un pedazo de carne que haría de cebo y una cámara de fotos. La idea era esconderse entre los arbustos a pocos metros de la orilla y esperar a que el monstruo o lo que fuese se acercase a comer. Entonces sólo tendría que pulsar un botón y obtendría su imagen como prueba irrefutable. O eso esperaba. Lo peor que podía pasar, según se había dicho a sí mismo una y mil veces, era que su presa se oliese el engaño y huyese o, lo que era aún más probable, que no se dignase a aparecer. Prefería no pensar en la posibilidad de que le descubriese y le atacase, por ello la ocultación era parte esencial del plan. Trabajando deprisa y con precisión, consiguió que su saco de dormir quedase bien camuflado bajo una maraña de hojas y ramas. En cuanto la oscuridad se tragó el bosque y el propio lago, Yukio se arrastró hasta su escondite, desde el que podía ver sin ser visto, y esperó. Sabía que la noche iba a ser larga, pero aún así se le hizo eterna. Pasaron las horas sin que nada turbase la paz de aquel paraje silvestre. El frío le caló hasta los huesos y le entumeció las piernas y empezaron a pesarle los párpados. Había salido la luna, brillante y redonda sobre las copas de los árboles, y su reflejo hacía que el agua reluciese como la plata bruñida.

Se despertó en mitad de la noche con un estremecimiento. Había oído algo, pero no estaba seguro de qué. Escuchó con más atención, conteniendo el aliento para no hacer el más mínimo ruido. Algo se arrastraba sobre las rocas, no muy lejos de donde él se encontraba. Venía bordeando la orilla y emitía un sonido extraño, como si olfatease y mascase a la vez. Cuando lo vio aparecer en el claro, a la luz de la luna, el horror paralizó a Yukio, que se olvidó por completo de la trampa, de la cámara y de mantener la vejiga cerrada. La criatura tenía más o menos su tamaño, los miembros largos y desgarbados y una cola plana y traslúcida. Se dirigió reptando lentamente, con desconfianza, hacia el pedazo de carne seca. De pronto le pareció que había colocado el cebo demasiado cerca de su escondite. Al inclinarse para devorar la comida pudo ver dos largas hileras de dientes puntiagudos bajo unos ojos negros como el carbón, sin iris ni pupila visibles, solo dos tenebrosos pozos sin fondo que parecían demasiado grandes para aquel rostro, enmarcados por una tupida mata de pelo mojado del color de las algas.
De pronto la criatura se volvió hacia donde yacía el muchacho temblando de miedo. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que estaba seguro de que lo había oído. Alzándose sobre sus extremidades anteriores, el monstruo adoptó una posición erguida tan similar a la de un hombre que el chico se asustó todavía más. Después de lo que parecieron incontables minutos, la criatura echó a andar hacia el montón de arbustos que cubrían su saco de dormir. Yukio habría gritado, habría salido corriendo de haber podido, pero se sentía atrapado, hipnotizado por la visión de aquel ser sobrenatural. El monstruo se detuvo a pocos pasos de él, de modo que pudo ver de cerca los dedos largos y membranosos de sus pies, culminados por uñas afiladas. Bajó la cabeza hasta ponerla a su altura, olfateándole a  través de dos pequeñas fosetas que se abrían entre sus ojos, entreabrió la boca mostrando los afilados dientes amarillos, y tras emitir un suave graznido, dio media vuelta y se alejó, rozándole la mejilla con la cola. Desapareció bajo las aguas en un santiamén, y una vez más los únicos testigos de su presencia fueron las ondulaciones plateadas y el saco de dormir mojado.

Yukio volvió al alba, pero no dijo dónde había estado. De hecho, nadie logró arrancarle una palabra en todo el día. Estuvo sentado en el porche, mirando en dirección al lago, hasta que el sol volvió a descender en el horizonte.

- Sé lo que has visto – le dijo la anciana señora Aoyama, que se había sentado a su lado sin que se diese cuenta. Yukio la miró con recelo. – Hace unos años – continuó la mujer – corrió el rumor de que una joven había dado a luz a un monstruo en la aldea Beika, en las montañas. Se dijo que habían arrojado al niño al río, para que se ahogase. El caso es que la pobre criatura debió de sobrevivir y fue arrastrada por las aguas hasta el lago.

- ¿Desde cuándo sabe que está ahí? – preguntó el muchacho, a quien el asombro había hecho recuperar el habla.

- Oh, desde siempre – contestó la anciana con una sonrisa. – A veces voy a verle y a llevarle dulces. Le encantan los dulces, como a cualquier otro niño.

- ¿Y por qué…? – Yukio vaciló.

- ¿Por qué nunca se lo he dicho a nadie?  Piénsalo, qué haría la gente si lo supiese. Jamás le aceptarían. Por eso quiero pedirte algo. Yo ya soy vieja y pronto no podré cuidar de él. ¿Querrás hacerlo tú por mí?

Yukio y la anciana se miraron a los ojos, y tras una corta pausa, el chico asintió. Los dos sonrieron y contemplaron juntos la puesta de sol y los reflejos dorados que arrancaba del lago.




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