viernes, 10 de febrero de 2017

Reto de escritura de ELDE nº 3: Superación

—Yo no pedí esto, ¿vale? —Me retorcí las manos, tumbado en el diván con la vista fija en la pared de un relajante tono beis, mientras el doctor tomaba notas en su cuadernillo—. Simplemente, pasó. Un día no era más que un estudiante de instituto normal y corriente y al siguiente… voilà! Resulta que puedo volar y doblar vigas de acero con una mano.

—Eso parece algo bueno —comentó el médico.

—Lo es —reconocí—. Bueno, por lo menos eso me pareció al principio. Pero entonces me dí cuenta de que tenía... una debilidad. Es algo que no sabe casi nadie y si se lo digo ahora es sólo por el rollo ese del secreto profesional. Por favor, no se ría, pero es caso es que desde pequeño tengo miedo a la oscuridad. De hecho, sigo durmiendo con una lamparita encendida —«ya está, ya lo he dicho», pensé—. Creía que con mis nuevos superpoderes lo superaría, pero no.

—La nictofobia es una patología como cualquier otra. No hay nada de qué avergonzarse.

—¡Claro que sí! ¿Qué clase de superhéroe teme a la oscuridad? ¿Cómo voy a patrullar por la noche para proteger a la gente si cada vez que los malos se escapan por un callejón oscuro soy incapaz de seguirlos?

El doctor pareció meditarlo durante unos segundos.

—¿Sabes qué? Cuando se tiene un miedo exagerado e irracional como el tuyo, el primer paso para vencerlo es enfrentarlo, exponerse a él. Podrías probar, por ejemplo, a poner un cronómetro encima de la mesilla de noche, apagar la luz y aguantar así todo lo que puedas, dejando pasar un poco más de tiempo cada noche. Al final, al ver que no pasa nada por estar a oscuras, te acabarás relajando cada vez más hasta el punto de que te olvidarás de volver a encender la luz y te quedarás dormido como un tronco.

Intenté imaginarme a mí mismo poniendo en práctica aquel ejercicio, pero la sola idea de apagar la lamparita, aunque fuese por unos segundos, me resultaba insoportable. Pensé, desanimado, que si aquello era lo mejor que se le ocurría a mi médico para curar mi fobia a la oscuridad, podía considerarme un caso perdido. Aun así, procurando sonar convencido, le aseguré que lo intentaría y quedamos en vernos otra vez el lunes siguiente para saber cómo me había ido.

Al acabar la sesión, me fui a casa a ponerme el traje y salí a sobrevolar la ciudad. Después de evitar el atraco a un banco y bajar a un gato de un árbol empecé a sentirme mejor. Tal vez bastase con ser un superhéroe diurno después de todo. Después de comer y nuevamente vestido de paisano, me fui a estudiar a la biblioteca pero el tiempo pasó tan rápido que cuando fui a darme cuenta ya estaba anocheciendo. Aunque las calles que iban de allí a mi casa estaban bastante iluminadas, no me gustaba quedarme fuera hasta tan tarde, de modo que recogí y emprendí el camino con paso rápido; sin embargo, cuando estaba ya llegando a mi destino, oí un grito. Me detuve en seco y me volví, pensando «no, ahora no, a estas horas no». El grito se repitió. Venía de un largo y sinuoso callejón sin salida que, cómo no, estaba completamente a oscuras. «¡Socorro!», gritó una voz aterrorizada desde las profundidades de aquella negrura, «¡auxilio, por favor!». Miré a mi alrededor. No había nadie más por allí cerca. No sabía qué hacer. La voz volvió a gritar, desesperada.

Luchando contra el instinto que me pedía huir de allí y refugiarme en casa, donde había luz y estaba a salvo, dejé caer la mochila, me quité las ropas de calle bajo las que escondía mi disfraz y, tras dos o tres inspiraciones profundas, me lancé de cabeza al callejón, cargando como un toro. Mis ojos no estaban nada habituados aquello, así que al principio no vi nada. Seguí corriendo, con el corazón en un puño, tanteando las paredes con las manos y aguzando el oído.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Necesita ayuda?

—Estoy bien, gracias —dijo la voz a escasos palmos de mi nariz. Di un respingo y traté de enfocar a la persona que tenía delante. Me pareció reconocerlo, pero no, no podía ser…¿o sí?—. ¿Y tú, cómo estás?

—¡Doctor! ¿Qué demonios...?

El psiquiatra rió por lo bajo.

—Verás, cuando dejaste la consulta te veía tan poco convencido que supe que ni siquiera ibas a probar la terapia que te había recomendado, así que me tomé la libertad de… cómo diría… darte un empujoncito.

Mis ojos habían empezado a acostumbrarse y pude ver su brillante dentadura.

—¡¿Será…?! ¿Era usted quien gritaba? ¿Ha montado todo este numerito sólo para hacerme entrar en el callejón?

—Sí —dijo con toda tranquilidad—. Y parece que ha surtido efecto, ¿no? Estás en un callejón y a oscuras. Dime, ¿cómo te sientes?

—¡Pues me siento…! —empecé a replicar, enfadado, pero después me detuve. Estaba cabreado, sí. Una parte de mí quería coger a aquel tipo del pescuezo, hacer un nudo con él y enviarlo de una patada a la luna. De hecho, al descubrir su treta me había sentido tan indignado que había olvidado por un momento que estaba en medio de la oscuridad. Al darme cuenta volví a sentir un pinchazo de ansiedad, pero, para mi sorpresa, descubrí que tenía mucho menos miedo entonces que justo antes de entrar en el callejón—. Mejor. Me siento mejor. —Sonreí con nerviosismo—. Será mejor que salgamos de aquí. Seguro que algún vecino habrá llamado a la poli. Pero puede que sí pruebe el ejercicio que me recomendó, después de todo.

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