Proyecto para Adictos a la Escritura de Noviembre de 2013
Aquella mujer era lo más parecido a un buitre que
había visto en mi vida. El pelo corto, reseco y encrespado, la nariz ganchuda,
la piel tostada llena de arrugas… y aquella voz aguda y chirriante que me ponía
de los nervios. No recuerdo haber pasado miedo mientras esperaba en la otra
habitación. De hecho, no recuerdo casi nada desde que Bea me llamó llorando
como una histérica hasta que aquel ave de rapiña disecada me confirmó el
diagnóstico. Creo que me lo tomé bien. Mi mayor preocupación en aquel momento
era la muerte; su gélida amenaza había estado atenazando mis entrañas durante
los últimos días, haciendo que el tiempo transcurriese de forma
insoportablemente lenta. Pero la doctora me dijo que no era probable que
muriese. Tenía el virus, pero no había desarrollado la enfermedad. Eso sí, el
tratamiento sería de por vida. Mantuve la calma mientras escuchaba cómo iba a
ser mi vida a partir de ahora. “Prácticamente normal”. Sí, la medicina había
avanzado mucho en los últimos años. Ya casi nadie moría de Sida, o al menos no
en esta parte del mundo.
Cuando volví a casa, la puerta estaba cerrada con
llave. Sabía que mi padre estaría en el bar, y mi madre habría ido al supermercado.
Fui a mi habitación, corrí el pestillo y me dejé caer sobre la cama. No sé
cuánto tiempo estuve así, sin pensar en nada, pero no debió de ser mucho,
porque mi madre aún no había vuelto cuando noté la vibración del móvil en el
bolsillo. Un whatsapp de Bea “Q tal? q t a dixo?”. Entonces supe que aquel
asunto me había afectado más de lo que creía. Y no fue por la rabia que me abrasó
como una ola desde dentro, ni por las lágrimas que me picoteaban los ojos, sino
porque el smartphone que me había ganado aprobando los exámenes de septiembre
fue a estrellarse contra la pared de la habitación y sus piezas de diseño
salieron disparadas en todas direcciones. Empecé a gritar y a soltar todas las palabrotas que
conocía y algunas nuevas que se me ocurrieron en aquel momento. Maldije a Bea por
convencerme de que cambiásemos los condones por la píldora. A Germán por
habérmela presentado. A la doctora con cara de buitre por decirme que podría
tener una vida “normal”. Como si fuese normal vivir con la idea de que llevas
la muerte dormida en tu interior. Temiendo que algún día pueda llegar a
despertar.
Mi madre me encontró llorando debajo de la cama. Es
curioso, porque de pequeño había tenido pánico al monstruo que, según mi
hermano, se escondía allí. Pero ahora ya sabía que no había ningún peligro
acechando bajo la cama; que los únicos monstruos son aquellos a los que
nosotros invitamos a entrar en nuestras vidas.
Obra registrada: