Todo estaba listo. Había pintado los símbolos en el suelo, había encendido las velas y disponía de todos los ingredientes. Colocó la vasija en el centro de la mesa y empezó a echarlos dentro uno por uno mientras pronunciaba el conjuro. Ya sólo faltaba un ingrediente, el último y más importante de todos: la vida.
Una vida, cualquier vida, era la fuente de magia más poderosa que existía. Aquel era un hechizo sencillo, de modo que bastaría con una vida sencilla. Como la de un ratón, por ejemplo. Se acercó a la jaula que había en un rincón de la habitación y observó a su víctima: una bolita de pelo gris que se hinchaba y se deshinchaba al respirar, durmiendo apaciblemente. Lo había comprado aquella mañana en la pajarería. No había querido escoger entre el montón de roedores saltarines que jugaban alegremente tras la vitrina del expositor. Apenas se había atrevido a mirarlos. Le dijo al dependiente que le valía cualquiera.
Pero ahora no tenía más remedio que mirarlo. Haciendo de tripas corazón metió la mano en la jaula y lo cogió con cuidado por la base de la cola, como le había enseñado el hombre de la tienda. El animal soltó un gritito al verse izado de aquella manera y se revolvió tratando de escapar.
Lo llevó hasta la mesa y, sujetándolo con firmeza con una mano, alargó la otra para coger la daga que había a su izquierda. Era una daga poco común, con extraños grabados tanto en la hoja como en la empuñadura. Al acercarla a su víctima, se dio cuenta de que su mano temblaba. Se obligó a respirar hondo y a pensar en el premio. Si aquel hechizo funcionaba, el amor de su vida le correspondería por fin.
Podía notar la respiración agitada del ratón dentro de su puño. Había dejado de debatirse, paralizado por el terror. Acercó el cuchillo a su cuello. Sólo un movimiento más y estaría hecho. Apenas sentiría nada. La sangre abandonaría su pequeño cuerpo para derramarse sobre el cuenco, mezclándose con los demás ingredientes; entonces entonaría los últimos versos del conjuro y todo habría terminado. Colocó la punta afilada sobre aquella piel suave y se preparó para hacerla descender.
Entonces se fijó en los ojillos negros de la criatura, que, desorbitados, miraban el arma con auténtico pavor. En un último intento de lucha, el animalito había colocado sus diminutas manos sobre la hoja, como intentando apartarla de sí. No pudo evitar maravillarse al ver aquellas manos, minúsculas pero hermosas, suaves, rosadas y tan perfectamente articuladas.
No podía hacerlo. Apartó la daga y la dejó sobre la mesa. Volvió a meter al ratón en la jaula y observó cómo corría a esconderse en su nido. Echó un vistazo a los dibujos, las velas, el cuenco con los ingredientes y demás preparativos. “Supongo que siempre puedo invitarle a ir al cine”, pensó y con gesto de resignación se dispuso a recogerlo todo antes de que su madre volviese.