Sentí un fuerte tirón y me encontré avanzando a trompicones, bordeando escombros y agujeros humeantes, mientras me arrastraba del brazo en dirección a la selva. Todo era muy confuso. Me dolía la cabeza.
-¡¿Qué pasa?! ¡¿Por qué corremos?!
-¡Calla y date prisa, o nos alcanzarán!
Eché un vistazo por encima del hombro y entonces las vi. Arañas. Colosales, negras como la noche, con cientos de pequeños ojos parpadeantes, avanzando con sus largas y angulosas patas sobre los restos de lo que, hasta hacía unos instantes, era nuestra ciudad.
Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies. Tropecé y caí de bruces, quedándome sin respiración. Podía oír cómo se acercaban. Emitían un sonido estridente, metálico… Artificial. “¡Son máquinas!”, deduje con horror, mientras un par de manos me levantaban y me obligaban a ponerme en marcha de nuevo.
-¡Vamos, no hay tiempo que perder! ¡No podrán seguirnos en la selva! ¡Los despistaremos!
La selva. Sí. Era nuestra única oportunidad. Hice un esfuerzo por apartar de mi mente el miedo, la tristeza y la desesperación que amenazaban con paralizarme y eché a correr a su lado, en dirección a la oscura y húmeda protección que ofrecían los árboles.
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