Una doncella de aspecto dulce e inocente estaba sentada en
un hermoso porche blanco y ricamente adornado. A su espalda se extendía el
hermoso jardín, repleto de flores de los más brillantes colores. A lo lejos un
bosque frondoso y tupido, coronado por un cielo asombrosamente azul. Frente a
la doncella se arrodillaba un apuesto joven, cuyas ropas denotaban su noble
origen. El caballero le pedía a la joven su mano en matrimonio. La muchacha
enrojeció y se sintió desfallecer. Una sola palabra, dicha en un susurro, bastó
para que sus destinos quedaran entrelazados para siempre. El caballero, con los
ojos brillantes de felicidad, cogió la frágil mano de la doncella entre las
suyas y la besó.
Se oyó un aplauso ensordecedor y un telón rojo cubrió la
romántica escena. Un momento después el telón volvió a correrse y mostró a la
doncella y al caballero, que ahora estaban de pie y cogidos del brazo. Se les
habían unido otros personajes. La intensidad de los aplausos se vio redoblada al
hacer todos ellos una graciosa reverencia.
Una vez hubo caído el telón, todos se dirigieron a sus
respectivos camerinos. La grácil doncella se despojó de su delicado vestido, se
embutió las piernas dentro de unos ajustados vaqueros y cubrió sus senos con
una minúscula camiseta de lentejuelas que apenas servía para tal propósito.
Cambió los finos zapatos de satén blanco por unos altísimos tacones de cuero
rojo. Se quitó a toda prisa el suave y discreto maquillaje que había llevado en
escena y lo sustituyó, con las mismas prisas, por otro mucho más vistoso y
atrevido, que hacía que sus labios pareciesen más gruesos y jugosos, que sus
pestañas se alargaron como abanicos de plumas, y que su rostro aparentase más
edad y madurez de las que en realidad poseía. Los largos cabellos rojizos, que
habían formado una maravillosa cascada de ondas sobre los hombros de la
doncella, se vieron atrapados por crueles pinzas de metal ardiente que los
volvieron lisos y uniformes, sumisos. El lugar de los sencillos pendientes de
perlas nacaradas fue ocupado por dos enormes aros plateados, y las redondeadas
uñas rosadas, se vieron aplastadas por unas larguísimas uñas postizas de color
bermellón.
Llamaron a la puerta.
Antes de abrir, la doncella, cuyo aspecto no guardaba ya el más mínimo parecido
con el original, sacó de un cajón tres pequeños frascos. Se tomó dos aspirinas,
un estimulante, y volcó un poco del polvillo blanco que contenía el tercer
frasco encima de un trozo de papel de aluminio, doblando este de forma que el
polvo se dispuso formando una fina línea blanca. A continuación, acercando su pequeña nariz a
la mesa, aspiró con fuerza. Una vez lo hubo guardado todo en su sitio, cogió su
bolso de imitación y abrió la puerta. A fuera la esperaba otra muchacha con su
mismo aspecto que la riñó por su tardanza. La doncella inventó una rápida
excusa y cerrando la puerta tras de sí, se marchó con su compañera riendo y
gritando, dejando atrás el camerino, que quedó sumido en el más absoluto
silencio.
Obra registrada:
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