[El proyecto para Adictos a la Escritura de este mes consiste en reinterpretar un mito. En mi caso he elegido centrar el relato en la figura mitológica del kappa, una criatura del folclore japonés]
Cuando llegó al lugar
donde había visto a aquel ser la última vez, el sol casi había desaparecido
tras las montañas y apenas tuvo tiempo de montar su improvisado campamento
antes de que todo quedase a oscuras. La superficie lisa e imperturbable del
lago semejaba un espejo púrpura en el que se reflejaba el cielo del ocaso. No
se oía nada más que canto de algún pájaro y el chirrido incesante de los
grillos. El plan de Yukio era simple: había traído consigo un pedazo de carne
que haría de cebo y una cámara de fotos. La idea era esconderse entre los
arbustos a pocos metros de la orilla y esperar a que el monstruo o lo que fuese
se acercase a comer. Entonces sólo tendría que pulsar un botón y obtendría su
imagen como prueba irrefutable. O eso esperaba. Lo peor que podía pasar, según
se había dicho a sí mismo una y mil veces, era que su presa se oliese el engaño
y huyese o, lo que era aún más probable, que no se dignase a aparecer. Prefería
no pensar en la posibilidad de que le descubriese y le atacase, por ello la
ocultación era parte esencial del plan. Trabajando deprisa y con precisión,
consiguió que su saco de dormir quedase bien camuflado bajo una maraña de hojas
y ramas. En cuanto la oscuridad se tragó el bosque y el propio lago, Yukio se
arrastró hasta su escondite, desde el que podía ver sin ser visto, y esperó.
Sabía que la noche iba a ser larga, pero aún así se le hizo eterna. Pasaron las
horas sin que nada turbase la paz de aquel paraje silvestre. El frío le caló
hasta los huesos y le entumeció las piernas y empezaron a pesarle los párpados.
Había salido la luna, brillante y redonda sobre las copas de los árboles, y su
reflejo hacía que el agua reluciese como la plata bruñida.
Se despertó en mitad de
la noche con un estremecimiento. Había oído algo, pero no estaba seguro de qué.
Escuchó con más atención, conteniendo el aliento para no hacer el más mínimo
ruido. Algo se arrastraba sobre las rocas, no muy lejos de donde él se
encontraba. Venía bordeando la orilla y emitía un sonido extraño, como si
olfatease y mascase a la vez. Cuando lo vio aparecer en el claro, a la luz de
la luna, el horror paralizó a Yukio, que se olvidó por completo de la trampa, de
la cámara y de mantener la vejiga cerrada. La criatura tenía más o menos su
tamaño, los miembros largos y desgarbados y una cola plana y traslúcida. Se
dirigió reptando lentamente, con desconfianza, hacia el pedazo de carne seca.
De pronto le pareció que había colocado el cebo demasiado cerca de su escondite.
Al inclinarse para devorar la comida pudo ver dos largas hileras de dientes
puntiagudos bajo unos ojos negros como el carbón, sin iris ni pupila visibles,
solo dos tenebrosos pozos sin fondo que parecían demasiado grandes para aquel
rostro, enmarcados por una tupida mata de pelo mojado del color de las algas.
De pronto la criatura
se volvió hacia donde yacía el muchacho temblando de miedo. Su corazón
palpitaba con tanta fuerza que estaba seguro de que lo había oído. Alzándose
sobre sus extremidades anteriores, el monstruo adoptó una posición erguida tan
similar a la de un hombre que el chico se asustó todavía más. Después de lo que
parecieron incontables minutos, la criatura echó a andar hacia el montón de
arbustos que cubrían su saco de dormir. Yukio habría gritado, habría salido
corriendo de haber podido, pero se sentía atrapado, hipnotizado por la visión
de aquel ser sobrenatural. El monstruo se detuvo a pocos pasos de él, de modo
que pudo ver de cerca los dedos largos y membranosos de sus pies, culminados
por uñas afiladas. Bajó la cabeza hasta ponerla a su altura, olfateándole
a través de dos pequeñas fosetas que se
abrían entre sus ojos, entreabrió la boca mostrando los afilados dientes
amarillos, y tras emitir un suave graznido, dio media vuelta y se alejó,
rozándole la mejilla con la cola. Desapareció bajo las aguas en un santiamén, y
una vez más los únicos testigos de su presencia fueron las ondulaciones plateadas
y el saco de dormir mojado.
Yukio volvió al alba,
pero no dijo dónde había estado. De hecho, nadie logró arrancarle una palabra
en todo el día. Estuvo sentado en el porche, mirando en dirección al lago,
hasta que el sol volvió a descender en el horizonte.
- Sé lo que has visto –
le dijo la anciana señora Aoyama, que se había sentado a su lado sin que se
diese cuenta. Yukio la miró con recelo. – Hace unos años – continuó la mujer –
corrió el rumor de que una joven había dado a luz a un monstruo en la aldea
Beika, en las montañas. Se dijo que habían arrojado al niño al río, para que se
ahogase. El caso es que la pobre criatura debió de sobrevivir y fue arrastrada
por las aguas hasta el lago.
- ¿Desde cuándo sabe
que está ahí? – preguntó el muchacho, a quien el asombro había hecho recuperar
el habla.
- Oh, desde siempre –
contestó la anciana con una sonrisa. – A veces voy a verle y a llevarle dulces.
Le encantan los dulces, como a cualquier otro niño.
- ¿Y por qué…? – Yukio
vaciló.
- ¿Por qué nunca se lo
he dicho a nadie? Piénsalo, qué haría la
gente si lo supiese. Jamás le aceptarían. Por eso quiero pedirte algo. Yo ya
soy vieja y pronto no podré cuidar de él. ¿Querrás hacerlo tú por mí?
Yukio y la anciana se
miraron a los ojos, y tras una corta pausa, el chico asintió. Los dos sonrieron
y contemplaron juntos la puesta de sol y los reflejos dorados que arrancaba del
lago.
Hola:
ResponderEliminarHabrá sido ella la madre de la criatura?
Puede... No se sabe ;)
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