Aquel 1 de enero me levanté a las ocho de la mañana, cogí la lista de buenos propósitos de la mesilla de noche y fijé con temor la mirada en las letras mayúsculas que conformaban la primera frase: HABLAR CON MIRANDA. Había estado enamorado de ella desde que podía recordar, pero, pese a haber compartido aula durante años, nunca nos habíamos dirigido la palabra. Tampoco es que esto fuese algo extraño en mi caso. Yo era el chico invisible de la clase, el que nunca hacía ruido, ni salía de fiesta, ni tenía amigos. Ni siquiera sacaba buenas notas. Simplemente, no destacaba en nada. Pero me había prometido que aquel año sería diferente. Sabía que Miranda iba a celebrar una fiesta aquella tarde a la que toda la clase estaba invitada. En otras circunstancias, ni me hubiese planteado ir, pero esa me pareció una buena oportunidad para empezar de cero y hacerlo a lo grande, entablando conversación con la chica más guapa y popular del instituto.
Recuerdo que pasé la mayor parte de la mañana probándome todo lo que tenía en el armario y gran parte de la tarde acicalándome y practicando frases frente al espejo. Estaba tan nervioso que no dejaba de retorcerme las manos. Cuando llegó la hora de la fiesta salí de casa vestido con mi mejor traje, con el pelo engominado hacia atrás y quince minutos después llegaba al local, temblando y sudoroso, tratando de convencerme de que todo iba a salir bien. Aquello estaba abarrotado. Me pareció que varios de mis compañeros me miraban con extrañeza. “No están acostumbrados a verme en estas fiestas”, pensé. El lugar era una especie de almacén que la familia de Miranda había reconvertido en una sala de fiestas. Al fondo tenía incluso una barra de bar y en el centro habían dispuesto una pista de baile en la que los más atrevidos se contorneaban sin mucha gracia. Con el corazón en un puño, eché un vistazo a la sala en busca de Miranda. La ví en el otro extremo, rodeada de sus amigas, con las que charlaba animadamente. Todavía retorciéndome las manos dentro de los bolsillos del pantalón, me esforcé por repasar mentalmente mis frases, tratando de decidir cuál sería la más indicada para unirme a la conversación, pero era como si mi mente se hubiese quedado en blanco. Descorazonado, empecé a pensar que aquello había sido una tontería; al fin y al cabo, uno no cambiaba de la noche a la mañana conforme lo hacía el año. Seguía siendo el mismo chico corriente e introvertido del día anterior, sólo que en lugar de seguir con mi rutina habitual, había decidido acudir a una estúpida fiesta en la que me sentía totalmente fuera de lugar. Me estaba preguntando si sería capaz de marcharme por donde había venido sin llamar la atención ni hacer el ridículo, cuando me dí cuenta de que Miranda y su grupo de amigas habían dejado de hablar y me miraban fijamente. Entonces ella se me acercó, decidida, esquivando casi como si flotase a los que bailaban en la pista y se plantó frente a mí, escudriñándome con evidente interés.
—¿Te concozco?
Confieso que me estremecí. Aquello no me lo esperaba para nada.
—N… No… O sea, sí… Bueno, no lo sé —farfullé, notando cómo se me encendían las mejillas—. Esto… Vamos a la misma clase. Soy Fernando —y al decir esto extendí la mano para estrechársela, pero enseguida me dí cuenta de lo estúpido de aquel gesto y la retiré, poniéndose aún más rojo que antes.
—¡Ah, claro! —los ojos de Miranda brillaron como los de quien acaba de acordarse de algo—. Tú eres el chico que se sienta al fondo. El que siempre lleva un gorro de lana.
No pude evitar dar un respingo. Era cierto que siempre llevaba un gorro de lana, en gran parte para ocultar mis malditas orejas de soplillo. No podía creer que se acordase de mí. Miranda sonrió y me pidió que la acompañase, de modo que cruzamos el local rodeando la pista. Algunos de los bailarines nos miraron con curiosidad cuando pasamos a su lado. Yo estaba en una nube. Era como si mi mente hubiese volado lejos y observase los acontecimientos desde la distancia, mientras mi cuerpo se movía con voluntad propia. Llegamos a la barra y me preguntó si quería algo de beber. Después de un pequeño carraspeo, le pedí una Coca-cola. Ella se rió.
—¿Una Coca-cola? ¿En serio? ¡Ni que tuviéramos diez años!
Volví a sentirme ridículo. Nunca me había gustado el alcohol, pero debería haber tenido en cuenta que, para los demás chicos de mi edad, una fiesta de verdad no tenía sentido sin él. Volví a carraspear, tratando de recomponerme.
—Con ron. Coca-cola con ron.
—¡Eso ya está mejor! —sonrió mientras sacaba las dos botellas y mezclaba su contenido en un vaso. Habría preferido que no le echase tanto ron—. Bueno, ¿y qué te trae por aquí? No me malinterpretes, me encanta que hayas venido, pero nunca te había visto en una de mis fiestas.
—Bueno, yo… —reflexioné unos instantes y finalmente decidí ser sincero—. Quería cambiar. Hice una lista con mis propósitos de año nuevo y el primero era hablar cont… Con más gente. Ya sabes, hacer más vida social.
—¿En serio? —Había algo en sus ojos que no era capaz de interpretar, una mezcla de diversión y… ¿malicia? Por un momento pensé que mi sinceridad le había resultado patética, pero luego me sonrió—. Me parece una muy buena idea. Todos necesitamos formar parte de algo, ¿no? Estar unidos a los demás. Vivir siempre solo es aburrido, ¿verdad?
—Supongo que sí. A veces —dí un pequeño sorbo de la bebida que me había servido y no pude evitar arrugar la nariz; demasiado fuerte.
—¿Bailas conmigo? —Miranda había vuelto a rodear la barra y estaba apoyada a mi lado. Su vestido rojo y plateado destellaba bajo los focos de la pista, realzando sus cabellos oscuros y su cutis moreno.
—Yo no… No sé bailar —tartamudeé, notando como los nervios volvían a formar un nudo en mi estómago.
—No te preocupes, yo te llevo.
Apenas tuve tiempo de dejar el vaso sobre la barra antes de que me arrastrase de la mano al centro de la pista. Los demás se apartaron para dejarnos espacio. Aterrado, procuré hacer lo que me había dicho y dejarme llevar, y en pocos segundos estábamos bailando. Miranda se movía con soltura, llevándome adelante y atrás como si me dirigiese con unos hilos invisibles. En un momento dado la música se volvió más lenta y ella tiró de mí para acercarme, apoyando la cabeza en mi hombro. La gente había dejado de bailar a nuestro alrededor y nos miraba con expectación. Tuve la certeza de que esperaban que metiese la pata, que le diese un pisotón o que tropezase y la tirase al suelo, pero eso no sucedió. Miranda se volvió para mirarme, aún con la cabeza apoyada en mi hombro. Había una especie de excitación en sus ojos, como si estuviese tratando de contener algún fuerte impulso. Me pregunté si estaría pensando en besarme. ¿Debería besarla yo, o…? Entonces acercó sus labios a mi oído y murmuró:
—¿Te lo estás pasando bien? ¿Te gustaría que tu vida fuese así siempre? ¿Querrías formar parte de esto?
—Sí —respondí sin dudar, aunque no estaba seguro de a qué se refería.
Miranda sonrió. La música dejó de sonar y todo quedó en silencio, un silencio cómplice, expectante, antinatural. Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo como si hubiese pasado a cámara lenta. Miranda abrió la boca, como si fuese a hablar o a darme un beso, y pude ver cómo sus dientes delanteros crecían y se afilaban como agujas para acto seguido hundirse en mi cuello. El dolor fue espantoso, como si me hubiese apuñalado con un cuchillo al rojo, pero no pude gritar. Sentí mi sangre brotando de la herida y cómo algo similar a una ventosa la sorbía son ansiedad. Se me nubló la vista, me sentí desfallecer. Hubo movimiento a nuestro alrededor y por un momento pensé que mis compañeros acudían en mi ayuda, pero enseguida noté más pinchazos agudos y ardientes por todo el cuerpo, en las muñecas, la espalda, las piernas, y estuve seguro de que no saldría vivo de allí. No sé cuánto tiempo tardé en desmayarme, pero cuando desperté estaba solo en mitad de la pista de baile. Me incorporé trabajosamente y miré a mi alrededor, confuso, tratando de convencerme de que todo había sido una pesadilla, de que había bebido demasiado y había caído redondo… Pero entonces reparé en mis ropas desgarradas y manchadas de sangre. Y en la sed. Tenía mucha, muchísima sed, como si no hubiese bebido nada durante días. Todavía en shock, me di cuenta de que alguien había dejado una nota sobre la barra del bar. Cogiéndola con dedos temblorosos, leí la elegante caligrafía, que enseguida identifiqué como la de Miranda:
“Querido Fernando,
espero que sepas disculpar el entusiasmo de los demás. Hacía mucho tiempo que no probaban sangre fresca y se dejaron llevar. Si te parece bien, estaré encantada de comprarte un traje nuevo cuando estés preparado para salir. Los primeros días siempre son difíciles, pero no te preocupes, estaré de vuelta en unas horas con provisiones. En cuanto hayas bebido lo suficiente, podrás salir sin miedo a la luz del sol. Hasta entonces quédate dentro del local. Confío en que tu nueva vida sea de tu agrado. Nunca volverás a estar solo. Ahora eres uno de los nuestros.
Con cariño,
Miranda”.