El barco apenas se movía sobre las tranquilas aguas de color azul turquesa. Los brillantes rayos de sol se reflejaban en las montañas y ningún miembro de la tripulación se atrevía siquiera a respirar. Era como si el tiempo se hubiese detenido. El agua era tan cristalina que podían verse las blancas arenas del fondo. Allí abajo no había nada.
Ella miró a su izquierda y se encontró con el rostro del
pasajero más próximo. Era un niño, de unos doce años, de piel morena y ojos
rasgados. Se preguntó de dónde sería. ¿Indio o sudamericano? ¿Coreano quizá?
Aquello nunca se le había dado bien.
No tenía ni idea de dónde estaba. Habían ido allí a pescar,
eso lo sabía. Pero, ¿a pescar qué?¿Por qué estaban todos tan asustados? Allí
todo estaba en calma, no había nada que temer.
Oyó un chapoteo y se asomó por la borda. Dos de sus
compañeros habían bajado del barco para inspeccionar la zona. Y caminaban sobre
el agua. Esto la dejó perpleja, pero no tuvo tiempo de sobreponerse. Aunque a
penas se habían alejado unos pocos metros, los dos hombres dieron por
finalizada su exploración y empezaron a volver al barco. Fue entonces cuando
pudo verles con claridad. Uno era alto y rubio, con la nuez muy marcada, y el
otro, más bajo, era moreno y llevaba la cara pintada como un mimo o un payaso.
Apenas habían dado unos pocos pasos cuando el moreno empezó
a hundirse, como si algo tirase de él hacia abajo. Su compañero lo cogió con
rapidez de los brazos y tiró con fuerza hasta que logró volver a ponerlo en
pie. Después los dos siguieron caminando hacia el barco como si nada, incluso
con más tranquilidad que antes.
Ella no se explicaba lo que había pasado. Escudriñó la
superficie del agua tratando de ver alguna cosa, pero se había vuelto opaca y
parecía agitarse cada vez con más fuerza.
Levantó la mirada, asustada, y la dirigió hacia los
exploradores justo a tiempo para ver sus expresiones de sorpresa y temor. En
ese mismo instante, unas gigantescas mandíbulas salieron de la nada y los
atraparon, quebrándoles los huesos como si fueran de cartón.
Apenas permaneció unos segundos observando sus cuerpos
aplastados y ensangrentados entre las fauces del monstruoso tiburón, que
masticó una sola vez, produciendo un crujido espantoso. Apartó la vista y se
quedó mirando la cubierta del barco, pero no podía evitar oír lo que ocurría.
Hasta sus oídos llegó un extraño sonido,
como un borboteo, que le recordó al ruido de un desagüe al ser desatascado.
Se imaginó que de los
colmillos de aquella bestia brotaba un veneno que estaba disolviendo la carne
de sus presas, y que eso era lo que causaba aquel macabro sonido….
Abrió los ojos de golpe, mareada y con el pulso acelerado.
Aún tenia la imagen de aquellos rostros manchados de sangre grabada en la
retina, aunque, en aquel momento, solo veía la pared de su habitación. Como le
ocurría siempre que tenía una pesadilla, tardó unos momentos en tranquilizarse
y recuperar la movilidad de sus brazos. Cuando finalmente logró darse la
vuelta, alargó le mano y buscó a tientas el despertador. Era tan miope que ni
siquiera a esa distancia era capaz de ver las manecillas, a pesar de que estas
brillaban en la oscuridad.
Eran casi las seis de la mañana. Volvió a dejar el
despertador en su sitio y se dio la vuelta de nuevo dejando escapar un suspiro
de exasperación. “Que sueños más raros”, pensó con fastidio, maldiciendo su
subconsciente chiflado.
Obra registrada:
¡Hola! Me gusta el relato, yo creo que todos tenemos un subconsciente igual de loco por ahí escondido, donde lo deje... jaja ¡Saludos!
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